Newsweek, 16-5-2011 |
El azar me ha permitido estar en Washington en el momento en que el Presidente Obama anunciaba que Osama bin Laden había sido abatido cerca de Islamabad. Fui espectador privilegiado de la espontánea explosión de júbilo ante las puertas de la Casa Blanca. Jóvenes enardecidos por el momento gritaban consignas y coreaban ebrios de patriotismo el himno norteamericano. Quizás mi condición de europeo provocaba en mi ciertos reparos ante el hecho de saltar de alegría por la muerte de una persona. Tuve la sensación de que los presentes expresaban un colectivo sentimiento de liberación, ante la captura y muerte de la persona que había puesto en jaque durante una década la política exterior y de seguridad norteamericana.
Desaparecida la figura que personificaba la principal amenaza a la seguridad de Occidente, y más allá de las sospechas que levantan las siempre presentes teorías de la conspiración, se abre un aparente vacío lleno de interrogantes. Y no tanto para saber quién o quiénes vendrán a ocupar el lugar de Bin Laden, sino para saber cómo nuestras sociedades deben saber situarse frente a las amenazas que provengan del nihilista yihadismo que representa Al-Qaida. Probablemente esta franquicia seguirá generando dividendos identitarios en una muy reducida porción del mundo islámico. Pero al perder a su figura más prominente, el proyecto transnacional de Al-Qaida y sus adherentes, quizás se reoriente hacia los nuevos e inciertos escenarios surgidos con las revueltas árabes. Es posible que el atentado de Marrakech pueda explicarse bajo esta lógica, ya apuntada desde antes de la muerte de Bin Laden.
Pero este suceso también nos interroga sobre nuestra condición como sociedad permanentemente amenazada. Los riesgos que percibimos en Occidente no son comparables con las condiciones de seguridad en las que vivimos. Nunca hemos conseguido tal nivel de seguridad de nuestras vidas con respecto a otros periodos históricos, y sin embargo tememos que algo nos ocurra. Sentirnos potenciales víctimas de la violencia y el terrorismo (quizás por el hecho de que ya hemos recibido sus letales consecuencias), nos instala en un estado permanente de ansiedad colectiva. Esta ansiedad provoca pánicos morales que proyectamos respecto a determinados colectivos, en este caso musulmanes, con los que reproducimos de nuevo estos miedos colectivos. El recelo vuelve a nuestras miradas, y la sospecha se convierte en argumento común. Todo ello genera una potencial tensión que es preciso aplacar. Es por ello que nuestros responsables políticos nos envían mensajes aparentemente tranquilizadores, indicándonos que los servicios de seguridad han activado un determinado nivel de vigilancia, o bien diciendo de que pondrán a más policias en la calle. Y quizás con ello acaban consiguiendo lo contrario.
Exista o no realmente esa amenaza, aquellos que la promueven ya han conseguido un formidable triunfo: conseguir que sigamos atenazados por ese miedo que se nos sigue mostrando de forma difusa, y que nos lleva a aceptar progresivas restricciones en nuestra libertades individuales. Todo esto ya se anunció después del 11-S, y hoy vuelve a ser vigente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario